Aunque bien sabía que nunca se llevaría a cabo, la idea seguía bailándome en la cabeza.
-Sí, es chévere –dije.
-¿Qué? –me preguntó Jonathan, y se metió otro sorbo de cerveza.
-La revista, la revista –le respondí.
-Ah, sí. Hagámosle –y sonrió.
Una hora antes, mientras mirábamos una exposición que no viene al caso, se nos había venido la idea a la mente: la revista se llamaría Antiposmo, y su lema sería: «No a las chocolocuras». Una publicación que criticaría todas las rarezas posmodernas. Destrozaríamos la sangre, los desnudos, la forma sin forma (y sin fondo, obviamente) y la escatología sin fundamento. No más orinales, no más escritores de uñas rosadas y libros ilegibles, no más feas instalaciones y performances que resultaran siendo una protesta contra la… ¡contra la globalización! Siempre la globalización.
-¿Cuánto nos puede costar? –volvió Jonathan.
-Ni idea –le dije. Miré alrededor y me sentí decepcionado. ¿El famoso café Saint Moritz era sólo esto? ¿Un salón oscuro que olía a berrinche, con seis o siete ancianos que parecían mirarnos con más ganas que sorpresa? Fue idea mía. Habíamos dejado la exposición, pasábamos por aquel callejón y de pronto dije: «Yo nunca he entrado a este sitio. Venga, tomémonos una cerveza». Ahora que lo pienso: ¿entrar ahí fue también un acto de chocolocura posmoderna?
-Lo que sí hay que tener claro es qué entendemos por posmodernidad y qué no -añadí-. Porque si no, terminamos criticando todo, dándole duro a todo el mundo. -Sería del putas, ¿no? –volvió Jonathan entre risas.
-Pues sí –y miré el reloj.
-¿El tipo no lo ha llamado? –me dijo mi amigo.
-No, y no creo que me llame –respondí-. Cuando le conté que yo era periodista, la cosa le sonó, pero cuando le dije que simplemente quería hablar con él sobre Carolina Cárdenas, y le advertí que no sabía si para un artículo o para un libro o por simple interés personal, se le notó el cambio.
-Viejo güevón. Podemos darle duro en la revista.
-¿Al dueño de un anticuario? ¿Qué puede tener ese viejo de posmoderno?
-Algo le encontramos –me respondió-. ¿Él es hijo de ella?
-No. Sobrino, creo.
-¿Y usted sí cree que vale la pena esa historia, que ahí sí hay una novela?
-No sé, pero…
Alguien me había dicho –y es probable que no fuera del todo cierto- que fue ella, Carolina Cárdenas, quien trajo el deco a Colombia. Busqué en internet y su vida me pareció interesante. Nacida en Bogotá en 1903, llegó de estudiar en Europa en 1928 (el deco, si bien ya existía al menos desde 1920, apareció oficialmente en la Exposición Internacional de las Artes Decorativas e Industrias Modernas en 1925, así que para la fecha de arribo de la Cárdenas a Bogotá, estaba ya de plena moda en Europa). Entró a estudiar a la Escuela de Bellas Artes y consiguió generar cierto interés con su obra en la movida cultural bogotana: pintura, dibujo, cerámica, publicidad, Carolina se movía dentro de todas las técnicas. 1932 fue un año importante en su vida: al parecer, por esos días empezó a trabajar con el artista Sergio Trujillo, y, lo que sí es seguro, ese año se casó con el médico Jaime Jaramillo Arango. El vínculo con Trujillo fue estrechísimo, mientras que su matrimonio… Tomo la cita de un artículo de Clemencia Arango que encontré en internet: «El matrimonio duró dos semanas. De ese fracaso, sólo se sabe que Carolina fue a hablar con monseñor Ismael Perdomo, arzobispo primado, y acordaron que se volvería a la casa de sus padres. Obviamente el hecho ocasionó todo tipo de murmuraciones en la estrecha ciudad».
El 6 de febrero de 1936, Carolina y Sergio Trujillo inauguraron la primera exposición de cerámica artística que se había hecho en el país. Los medios la consideraron sobre todo, y no peyorativamente (más bien todo lo contrario), como «moderna». Y dos meses después, Carolina moriría, al parecer de meningitis. Como en una telenovela, pasaba por el consultorio de su ex esposo cuando cayó desmayada. «Desde entonces él no se separó de ella y la cuidó hasta el último minuto», anota Clemencia Arango.
Baldomero Sanín Cano alguna vez escribió, refiriéndose a Carolina: «En nuestra memoria durará el recuerdo de su muerte como una de las más firmes y prometedoras esperanzas del arte colombiano, frustrada por un destino incomprensible y ciego».
-La verdad, a esa historia sólo le veo dos cosas interesantes –dijo Jonathan cuando terminó de escuchar mi muy sucinto resumen de la vida de la artista-: la relación de ella con Trujillo, que me huele a romance, y la separación del marido, que a lo mejor fue por el romance que ella tenía con Trujillo, o más bien porque el marido resulto ser…
-También está el tema del deco, el tema del arte de comienzos de siglo en Colombia –dije interrumpiéndolo.
-Ah, sí. Bueno, digamos que ahí tiene tres temas… ¿Y por qué no llama al sobrino a ver si va a hablar con usted o no?
De inmediato le hice caso. Nadie me respondió.
Jonathan siguió:
-Yo no soy escritor, pero pregunto: ¿con esos tres temas le basta para armar una novela?
-No he hablado con el tipo, no he comenzado la investigación. Quién sabe con qué cosas me encuentre. A lo mejor hay sorpresas.
-Pues sí, ¿no? Y la verdad, la cosa tiene su lado interesante. Oiga…
-Oigo.
-¿Y por qué no escribe una novela sobre la revista Antiposmo?
-Pues ya verá que no me choca la idea. Pero ¿más revistas? Acuérdese de que en la que hasta ahora es mi primera y única novela, aparece una revista que se llama Vistazos.
-Pues del putas. Puede ser su sello como escritor: el autor cuyas tramas siempre suceden en una revista.
-¡Güevón! –le dije, y reímos.
Después, durante unos minutos nos quedamos en silencio. La música de cantina, el viejo que vomita, el que se duerme en la silla, el que aún nos mira acaso esperanzado, el techo a punto de venirse abajo, la mente de mi amigo quién sabe dónde, y la mía, la mía puesta en la pregunta que todo el mundo me hace: «¿Ya empezaste tu segunda novela». Para, antes de que yo responda, agregar: «¿Y de qué trata?».
-¿Será verdad lo que dicen? –comentó Jonathan entonces.
-¿Qué?
-Que la segunda novela es más difícil de escribir que la primera.
-Yo creo que sí.
-Claro, además la gente espera que sea mejor que la anterior –añadió-. Es más, alguna vez oí decir que todo el mundo es capaz de escribir un primer libro. Que es con el segundo con el que se sabe quién es escritor y quién no.
-Ajá. Supongo que debe ser así.
Entonces me dijo:
-Aparte de la de Carolina Cárdenas, ¿tiene más ideas?
-Uff, hartísimas –le respondí-. Voy al baño. Cuando vuelva se las cuento.
No hay baño. Sólo un incómodo y apestoso orinal, ni parecido al de Duchamp. Mientras me descargo pienso que no es mala idea la de convertir el sueño de Antiposmo en una novela. Es más, quizás si en ese mismo momento me tomaran una foto ya el libro tendría portada. ¿O se trataría también de otra chocolocura posmoderna?
Creo que me basta con pensar eso para que a mi mente vuelva la historia de Carolina Cárdenas.
-Sí, es chévere –dije.
-¿Qué? –me preguntó Jonathan, y se metió otro sorbo de cerveza.
-La revista, la revista –le respondí.
-Ah, sí. Hagámosle –y sonrió.
Una hora antes, mientras mirábamos una exposición que no viene al caso, se nos había venido la idea a la mente: la revista se llamaría Antiposmo, y su lema sería: «No a las chocolocuras». Una publicación que criticaría todas las rarezas posmodernas. Destrozaríamos la sangre, los desnudos, la forma sin forma (y sin fondo, obviamente) y la escatología sin fundamento. No más orinales, no más escritores de uñas rosadas y libros ilegibles, no más feas instalaciones y performances que resultaran siendo una protesta contra la… ¡contra la globalización! Siempre la globalización.
-¿Cuánto nos puede costar? –volvió Jonathan.
-Ni idea –le dije. Miré alrededor y me sentí decepcionado. ¿El famoso café Saint Moritz era sólo esto? ¿Un salón oscuro que olía a berrinche, con seis o siete ancianos que parecían mirarnos con más ganas que sorpresa? Fue idea mía. Habíamos dejado la exposición, pasábamos por aquel callejón y de pronto dije: «Yo nunca he entrado a este sitio. Venga, tomémonos una cerveza». Ahora que lo pienso: ¿entrar ahí fue también un acto de chocolocura posmoderna?
-Lo que sí hay que tener claro es qué entendemos por posmodernidad y qué no -añadí-. Porque si no, terminamos criticando todo, dándole duro a todo el mundo. -Sería del putas, ¿no? –volvió Jonathan entre risas.
-Pues sí –y miré el reloj.
-¿El tipo no lo ha llamado? –me dijo mi amigo.
-No, y no creo que me llame –respondí-. Cuando le conté que yo era periodista, la cosa le sonó, pero cuando le dije que simplemente quería hablar con él sobre Carolina Cárdenas, y le advertí que no sabía si para un artículo o para un libro o por simple interés personal, se le notó el cambio.
-Viejo güevón. Podemos darle duro en la revista.
-¿Al dueño de un anticuario? ¿Qué puede tener ese viejo de posmoderno?
-Algo le encontramos –me respondió-. ¿Él es hijo de ella?
-No. Sobrino, creo.
-¿Y usted sí cree que vale la pena esa historia, que ahí sí hay una novela?
-No sé, pero…
Alguien me había dicho –y es probable que no fuera del todo cierto- que fue ella, Carolina Cárdenas, quien trajo el deco a Colombia. Busqué en internet y su vida me pareció interesante. Nacida en Bogotá en 1903, llegó de estudiar en Europa en 1928 (el deco, si bien ya existía al menos desde 1920, apareció oficialmente en la Exposición Internacional de las Artes Decorativas e Industrias Modernas en 1925, así que para la fecha de arribo de la Cárdenas a Bogotá, estaba ya de plena moda en Europa). Entró a estudiar a la Escuela de Bellas Artes y consiguió generar cierto interés con su obra en la movida cultural bogotana: pintura, dibujo, cerámica, publicidad, Carolina se movía dentro de todas las técnicas. 1932 fue un año importante en su vida: al parecer, por esos días empezó a trabajar con el artista Sergio Trujillo, y, lo que sí es seguro, ese año se casó con el médico Jaime Jaramillo Arango. El vínculo con Trujillo fue estrechísimo, mientras que su matrimonio… Tomo la cita de un artículo de Clemencia Arango que encontré en internet: «El matrimonio duró dos semanas. De ese fracaso, sólo se sabe que Carolina fue a hablar con monseñor Ismael Perdomo, arzobispo primado, y acordaron que se volvería a la casa de sus padres. Obviamente el hecho ocasionó todo tipo de murmuraciones en la estrecha ciudad».
El 6 de febrero de 1936, Carolina y Sergio Trujillo inauguraron la primera exposición de cerámica artística que se había hecho en el país. Los medios la consideraron sobre todo, y no peyorativamente (más bien todo lo contrario), como «moderna». Y dos meses después, Carolina moriría, al parecer de meningitis. Como en una telenovela, pasaba por el consultorio de su ex esposo cuando cayó desmayada. «Desde entonces él no se separó de ella y la cuidó hasta el último minuto», anota Clemencia Arango.
Baldomero Sanín Cano alguna vez escribió, refiriéndose a Carolina: «En nuestra memoria durará el recuerdo de su muerte como una de las más firmes y prometedoras esperanzas del arte colombiano, frustrada por un destino incomprensible y ciego».
-La verdad, a esa historia sólo le veo dos cosas interesantes –dijo Jonathan cuando terminó de escuchar mi muy sucinto resumen de la vida de la artista-: la relación de ella con Trujillo, que me huele a romance, y la separación del marido, que a lo mejor fue por el romance que ella tenía con Trujillo, o más bien porque el marido resulto ser…
-También está el tema del deco, el tema del arte de comienzos de siglo en Colombia –dije interrumpiéndolo.
-Ah, sí. Bueno, digamos que ahí tiene tres temas… ¿Y por qué no llama al sobrino a ver si va a hablar con usted o no?
De inmediato le hice caso. Nadie me respondió.
Jonathan siguió:
-Yo no soy escritor, pero pregunto: ¿con esos tres temas le basta para armar una novela?
-No he hablado con el tipo, no he comenzado la investigación. Quién sabe con qué cosas me encuentre. A lo mejor hay sorpresas.
-Pues sí, ¿no? Y la verdad, la cosa tiene su lado interesante. Oiga…
-Oigo.
-¿Y por qué no escribe una novela sobre la revista Antiposmo?
-Pues ya verá que no me choca la idea. Pero ¿más revistas? Acuérdese de que en la que hasta ahora es mi primera y única novela, aparece una revista que se llama Vistazos.
-Pues del putas. Puede ser su sello como escritor: el autor cuyas tramas siempre suceden en una revista.
-¡Güevón! –le dije, y reímos.
Después, durante unos minutos nos quedamos en silencio. La música de cantina, el viejo que vomita, el que se duerme en la silla, el que aún nos mira acaso esperanzado, el techo a punto de venirse abajo, la mente de mi amigo quién sabe dónde, y la mía, la mía puesta en la pregunta que todo el mundo me hace: «¿Ya empezaste tu segunda novela». Para, antes de que yo responda, agregar: «¿Y de qué trata?».
-¿Será verdad lo que dicen? –comentó Jonathan entonces.
-¿Qué?
-Que la segunda novela es más difícil de escribir que la primera.
-Yo creo que sí.
-Claro, además la gente espera que sea mejor que la anterior –añadió-. Es más, alguna vez oí decir que todo el mundo es capaz de escribir un primer libro. Que es con el segundo con el que se sabe quién es escritor y quién no.
-Ajá. Supongo que debe ser así.
Entonces me dijo:
-Aparte de la de Carolina Cárdenas, ¿tiene más ideas?
-Uff, hartísimas –le respondí-. Voy al baño. Cuando vuelva se las cuento.
No hay baño. Sólo un incómodo y apestoso orinal, ni parecido al de Duchamp. Mientras me descargo pienso que no es mala idea la de convertir el sueño de Antiposmo en una novela. Es más, quizás si en ese mismo momento me tomaran una foto ya el libro tendría portada. ¿O se trataría también de otra chocolocura posmoderna?
Creo que me basta con pensar eso para que a mi mente vuelva la historia de Carolina Cárdenas.
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