“Quince minutos para empezar, maestro”, me grita una voz desde afuera. Me miro en el espejo y todavía no puedo creerlo. Mi afición comenzó cuando mis padres me compraron mi primera máquina de escribir: una Brother 350 blanca y roja. Yo tenía 11 años y en el colegio empezaban las clases de mecanografía. De manera natural asimilé la distribución de las letras y cuando la profesora nos hacía taparlas con cinta aislante, yo podía escribir páginas y páginas sin cometer casi ningún error. Desde el primer momento tuve un entendimiento perfecto con la máquina, pero nunca pensé que se tratara de algo fuera de lo normal. Lo que más me gustaba en ese tiempo eran las carreras. Cuando la profesora decía “dictado”, bastaba una mirada desafiante y los dedos moviéndose rápidamente a poca distancia del teclado: esa era nuestra señal, el anuncio que esperábamos ansiosamente, el disparo en la línea de salida. A partir de ese momento todo era concentración y silencio, un silencio profundo que era interrumpido únicamente con un sonoro “¡YA!”, que casi siempre salía de mi boca y que casi siempre también, hacía que la profesora diera un pequeño saltico. En esa época descubrí la lectura, pero para mí leer significaba solamente escribir: cada nuevo libro que mi papá traía a la casa era una nueva combinación de letras para ensayar en mi máquina. No importaba el libro, a veces eran historias de piratas o de ballenas que mi papá traía especialmente para mí, pero también me gustaba elegir cualquier libro al azar de la biblioteca y a veces escribía cosas que no entendía, encontraba palabras que jamás había oído y que nunca quisieron explicarme. Tuve que abandonar algunos porque me daba miedo seguir y otros me los quitaban con el argumento de que todavía no era tiempo para leerlos. Casi todos mis amigos tenían un juguete especial que nunca abandonaban. Otros tenían una almohada o como mi hermano, una cobija descolorida y llena de rotos. La Brother fue por años mi obsesión de niño, e hizo desplazar en los viajes muchas otras cosas del baúl del viejo jeep amarillo de mi padre, porque no era lo mismo andar con una cobija que con una pesada máquina de escribir. Mis habilidades con los teclados me llevaron a trabajar en el periódico del colegio. Al principio solamente pasaba los artículos que iban a ser publicados, pero luego comencé a escribir mi propia columna donde daba consejos prácticos para escribir mejor a máquina y secretos de reparación. No puedo mentir: mi columna no era una de las más leídas. Tenía algunos adeptos, es cierto, pero nunca faltaba la carta al director solicitando respetuosamente que la columna fuera suprimida del periódico. Como era de esperarse el director tuvo que ceder. De todas formas continué copiando los artículos que era lo que mejor sabía hacer. Fue en el periódico cuando conocí a la primera mujer de mi vida: ojos negros, pelo ensortijado, piel blanca y tres años mayor que yo. Por poco me hace empacar la Brother en el estuche y guardarla en el closet del estudio de mi padre para dedicarme todo el día a pensar en ella. Pero no pude. Tal vez eso hubiera cambiado mi vida para siempre, ¿cómo saberlo? Después del colegio encontré varias formas de ganarme la vida sin necesidad de abandonar mi gran pasión. Trabajé haciendo escritos para estudiantes: ensayos, tesis de grado, y cualquier otra cosa que caía en mis manos gracias a un aviso en el periódico. También le ayudaba a mis tíos en la oficina escribiendo memorandos y documentos y hasta escribí discursos para un político muy conocido de la zona. Sin embargo, todos eran trabajos temporales que no me quitaban tiempo para seguir copiando libros. Vivía con muy poco, en realidad no necesitaba mucho. Creo que hubiera podido seguir viviendo de mi máquina y mi facultad innata para escribir si nunca hubiera ido a aquella fiesta, pero después de eso, mi vida iba a cambiar para siempre de una forma que jamás imaginé. Las fiestas no me gustaban. Por lo general, prefería quedarme en casa copiando algún buen libro. Sin embargo, un día decidí acompañar a mi hermano a la fiesta anual del club de la ciudad. Llegamos al lugar y nos sentamos en una mesa con algunos amigos y conocidos de la familia. Bailé algunas veces, pero lo que más hice aquella noche fue beber. Y no era un buen bebedor, por lo que con unas copas ya estaba completamente borracho. Lo que pasó entonces no sé aún si calificarlo de extraordinario o de algo completamente natural. Regresaba del baño un poco mareado y al pasar al frente del piano ubicado en un costado del salón, tropecé con un tipo gordo y calvo que al parecer estaba más borracho que yo y caí sobre el piano. Al hacerlo mis manos se apoyaron sobre las teclas y entonces todo fue una explosión. Mis dedos comenzaron a escribir sobre el piano. La música de la orquesta se detuvo y la gente empezó a rodearme en una especie de éxtasis que ni yo mismo comprendía. Aquella noche toqué varios capítulos de “Rayuela”. A partir de entonces mi inseparable máquina fue reemplazada por pianos de todo tipo y calidad. Y mis solitarias noches, se convirtieron en salones llenos de gente desconocida y de caras extasiadas y perdidas. Mi fama se ha extendido por todo el país y el extranjero. Me llaman a dar conciertos en los lugares más insospechados y por sumas de dinero que jamás pensé tener en mis manos. Sin embargo, y pese a mis explicaciones, la gente no me cree. He hablado con verdaderos maestros e intérpretes, directores de orquesta, estudiantes de música, y nadie cree que lo que toco no es más que la reproducción sobre el piano, de capítulos de libros que he leído. “No es posible”, me dicen, “¿cuál es el verdadero secreto?”. No hay ningún secreto. Mis piezas musicales son libros, mis “originales” composiciones están ahí, en la biblioteca. Son capítulos de “Las nubes nocturnas”, de “Emblema”, de “El cuadro vacío”; son cuentos de Saldarriaga, de Borges, de Stuntz; son poemas de Taleniekov y Octavio Paz; son palabras de Kundera y de Martina Örnk. Mis dedos se deslizan ahora sobre las teclas de un piano, pero casi siempre pienso en mi máquina y por instantes me confundo: piano, máquina, teclados, ritmo, y esa sensación de estar fuera, de desconectarme del mundo, de ingresar al vacío o al infinito. El auditorio está repleto. Los organizadores me han indicado que es la hora. Me acomodo un poco el corbatín y salgo. Hoy voy a dar un recital de Rimbaud, precisamente aquí en París.
*Cuento ganador del Primer Concurso de Cuento Universidad Javeriana. Publicado en el libro Desde la universidad: Cuentos Javerianos. Editorial CEJA, Bogotá, 2002.
Más del trabajo de Rafael: http://laorejadeholyfield.wordpress.com
3 comentarios:
Genial este cuento, el final es maravilloso y sorprendente.
Muy chévere ese cuento José Miguel, voy a entrar al blog del autor a ver si hay más.
Un cuento corto bonito, bien escrito, bien logrado...
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