miércoles, junio 27, 2012

Carta de intenciones. Por José Miguel


En los últimos días, de maneras diferentes, algunas de mis convicciones y construcciones políticas han sido colocadas en cuestión o simplemente preguntadas. No son gran cosa ni son sólo mías. Por qué esto, por qué aquello, por qué la rabia, por qué la intolerancia, por qué el cansancio. Esta carta es un intento para responder, parcialmente, en un medio en el que me siento más completo que en la oralidad. Una noche, en Chapinero, en Bogotá, caminando con Javier Hernández y Luis Gabriel Cardozo hacia algún lugar para rumbear, les dije que lo más decente que un burgués como nosotros puede hacer en este mundo es bajar una clase social con relación a la que nuestros padres alcanzaron en el tope de sus carreras. En la que nacimos. Y a ellos no les pareció una estupidez, por supuesto, pues mi afirmación no era más que una constatación (una adecuación éticamente conveniente?) de vidas que hicimos juntos.

Yo no guardo ninguna esperanza sobre el futuro del mundo. No creo que el mundo, y muy especialmente Colombia vaya un día a ser sustancialmente mejor de lo que es. De modo específico, no creo que vaya a ser jamás mejor en el sentido en el que algunos pensamos que debería ser: más libre, más justo, menos truculento, más placentero para todo el mundo… Y no hablo en vano. No son 50, pero son más de 10 años recorriendo “venas abiertas”, trabajando, resistiendo, circulando entre casas de pescadores artesanales y fiestas de hijos de empresarios. Y son otros tantos que como yo caminan,  oyen, conocen y cuentan. Que sabemos leer y nos gusta hacerlo.

Pero esa pérdida de esperanza no se puede equiparar al individualismo felicista y banal que algunas teorías new age y posmodernas nos propusieron en los años 80 y 90. No podemos dejar que nos cambien la lucha política y la resistencia cultural por la “responsabilidad social”, la caridad profesional o el “compromiso con la humanidad”. La humanidad no existe. Existen personas, grupos, redes, clases, tan buenas y tan perversas como nosotras, más diversas que nuestra imaginación, con las que nos encontramos para construir el mundo, en igualdad de condiciones, o no lo hacemos. Que yo no guarde ninguna esperanza con relación al mundo mejor no abre espacio para la renuncia a las luchas colectivas y a los proyectos de transformación y resistencia social, política y cultural.

Mis papás, como los de Luis Gabriel y Javier, nacieron en un mundo absolutamente diferente al nuestro. Y para hacerlo diferente trabajaron, se esforzaron. Nacieron lejos de las ciudades grandes, en espacios de fuerte herencia rural en los que el Colegio y la Universidad eran novedades y sueños, en casas profundamente machistas. Eran personas de grupos más o menos populares alrededor del año 40 en el Tolima, el Valle del Cauca, Santander y Cesar. Ninguno de ellos era hijo de militares, políticos o empresarios, ninguno nació en Bogotá, ninguno tuvo casi ningún privilegio al nacer. Su vida consistió en efectuar la versión colombiana del Estado de bienestar. Fue la oportunidad que tuvieron, el deber, como dice mi padre, de sacar adelante a sus hermanos, de estudiar, irse a la gran ciudad para ayudarla a construir, hacer negocios y ofrecerles a sus hijos todo lo que ellos no pudieron tener. Esas frases las he oído la vida entera. Las agradezco, aunque a veces pesan demasiado.

Escribo esto en un avión de la TRIP entre Tabatinga y Manaus, en el Amazonas brasilero. Con un pasaje aéreo que no pagué, en un computador portátil que sí pagué. La Universidad Federal de Amazonas, en Benjamin Constat (AM, Br), me invitó a dar unas clases para sus estudiantes de antropología. Vivo entre Rio de Janeiro y Sao Paulo. Esto es lo que nuestros papás y nuestras mamás, y ese estado colombiano de su juventud, permitieron. Y lo que el estado brasilero permite hoy. Pero esa Colombia de mis padres no existe más. El mundo en el que nosotros crecimos es radicalmente otro, y en el que nos hicimos/hacemos hombres (o mujeres) es otro. Otro. Aquí no hay más bienestar para nadie, hay restos de recursos naturales, restos de créditos, restos de democracia, restos de verdades, restos de cuerpos, restos de riqueza, restos de esperanza. Y la sevicia abundante que se traduce en torturas, masacres, reformas a la justicia, silencios periodísticos e útiles ignorancias artísticas. Hay también un poco menos de machismo, un poco más de placer, hemos aprendido a reírnos de todo esto y a maquillarnos mientras nuestros cuerpos se enferman y nos preguntamos por qué. Hay muchas cosas buenas y muchas cosas malas, pero proyecto de bienestar no hay más.

Veo a los ojos a mis amigos, amigas y a mí. Profesionales jóvenes (pero no tanto), en general gente inteligente pero nada de genios, ya nada inocentes; de pieles que comienzan a notarse curtidas pero aún brillantes… gente que nunca pasó hambre y que siempre supo que bajo su cama estaba el colchón de sus papás y mamás (por extenso: tíos, tías, amigos de, amigas de, vecinos, primos, primas…). No sé bien por qué ni como, tal vez por relaciones de parentesco, tal vez porque somos de una generación anterior a la reconversión conservadora, no lo sé, pero descubrimos que el mundo es una mierda. Descubrimiento contrario a los ejes de la carreta que nos esperaba en la otra esquina. Y me parece que en algún momento decidimos, más o menos, no jugar el juego que el mundo nos proponía como carrera de éxito. Es decir, decidimos no ocultar la mierda mientras colaborábamos en su producción. Yo me negué a la posibilidad de trabajar en RCN 13 años atrás, por ejemplo, y no es un acto revolucionario, pero me siento profundamente orgulloso. Todos renunciamos a estrellismos grandilocuentes, y optamos por caminos que creemos alternativos. Que pensamos como fundamentalmente pasionales (románticos que queremos ser), que imaginamos como más oscuros, como más o menos críticos. Nadie aquí es anarquista o radical en casi nada.

Nos veo aruñando al mundo, intentando robarle los límites por donde sea, mientras nos negamos a revolotear (más) acelerados, a tropezarnos nerviosas (más), y a convencernos (más) de la productividad, del bienestar individual, del self-help y de la happiness tropical obligatoria… mientras vemos como a algunas personas su dulzura y sus buenas intenciones les son engullidas por las máquinas del poder (sus papás, por ejemplo, sus jefes, sus maridos, sus esposas). A menos que nos metamos en negocios torcidos, o que renunciemos a cualquier nivel de escrúpulos empresariales y de ética social y política, jamás tendremos más dinero que nuestros padres. No es posible acumular tanto dinero hoy sin robárselo legal o ilegalmente a otros. A muchos otros y otras. Lo hemos visto: fuimos educados para el poder, hemos trabajado en el gobierno, en la cooperación internacional, en grandes empresas, con las Fuerzas Militares; tenemos amigos y amigas hijas de, dueños de. Nacimos en mundos que, por las decisiones que hemos tomado, hoy no podríamos pagar. No nos interesa hacer lo que sabemos que hay que hacer para tener tanto dinero, y no queremos ser pobres, apenas vivir bien, hacer lo que nos gusta y luchar para que todo el mundo lo pueda hacer. No creemos que tengamos más derecho que nadie a ninguna cosa, ni que merezcamos más que nadie.

(Creo que para otras personas, cuya realidad económica y social es menos privilegiada, les puede caber, como derecho y no como obligación moral, luchar para acceder a mejores condiciones, sin duda. Y creo que enriquecernos es impedírselos.)

Ser rico o casi rico hoy en día me parece indecente, ilegítimo: tanto como no verle problema en que otros lo sean, justificarlo, usufruirlo en paz, asumirlo como normalidad. No quiero tener más rabia, pero tampoco quiero acomodarme y dejar pasar, no quiero cerrar los ojos para los mundos que ya vi ni fingirme de cool-inocente. Mi amigo Luis Felipe, en Rio de Janeiro, mientras celebrábamos el embarazo de su compañera y su propia paternidad, me decía feliz que lo único que le pedía a la vida es que tuviera la sabiduría para darle a su hijo bases suficientes para respetar la diferencia, para no ser machista, racista, clasista, xenófobo… Hace unos días oí la conversación de dos jóvenes esposas de mi misma clase social de origen y ciudad natal. 28 años. El tema era la manutención del hogar y la dificultad de lidiar con las empleadas del servicio. Mujeres con todos los privilegios, con acceso a la mejor educación y al mundo entero. Sentí una rabia y una tristeza enormes: oía a mis tías y sus amigas tomando té un martes por la tarde. Mujeres nacidas en los años 30, antes de las conquistas feministas, antes de la masificación de la educación superior, antes de las grandes discusiones públicas sobre raza y clase… Eran las mismas palabras de desprecio, el mismo tono despectivo, el mismo guión orgullosamente repetido de esposa-patrona, pero disfrazado bajo una minifalda liberada!

No, por regla general, no podemos ser como nuestros padres (y todo regla tiene sus excepciones). Eso es algo que la generación de jóvenes de los años 60 y 70 entendió claramente y qua a nosotros y nosotras, gradualmente, nos lo han ocultado bajo la ropa de la buena onda, de la jovialidad, del éxito. “Minha dor é perceber que a pesar de termos feito tudo, tudo que fizemos, ainda somos os mesmos e vivemos como os nossos pais…” Cantaba Elis profundamente herida y emocionada.

Yo no sé si vaya a tener hijos o no. Creo que si pudiera embarazarme ya lo hubiera hecho en algún accidente espectacular. No sé si me vaya a casar o no, o cuantas veces o con quién; tampoco sé si siempre en la vida vaya a ser “noviero”, profesional, intelectual y heterosexual. Espero siempre poder amar de mejor manera a como lo he hecho hasta ahora. Este no es un giro intimista y sentimental, y aunque es también una declaración de intenciones amatorias, esta es fundamentalmente una carta política en un momento de crisis total de nuestros mundos reales, sociales y políticos. Nadie nació aprendido y sólo contándonos cosas cambiamos nuestros puntos de vista. No sé si tendré un día alguna propiedad raíz o si vuelva a tener un carro (ya tuve uno); o si este nudo en la garganta va a volver a convertirse en llanto como cuando era un pequeño llorón. No sé si un día me fugaré de lo real o me vuelva radical en algo. Puede que sí, a todo esto. O puede que no.
Pero espero no repetir a mis padres en sus peores cosas,  y agradecerles siempre sus mejores. Espero poder tener siempre una vida buena y sencilla, una vida sin demasiadas riquezas, sin miedos excesivos, sin más bienes que los estrictamente necesarios y sin alarmas alrededor de alguna casa. Espero siempre mantenerme alerta, despierto, prevenido con los espacios de poder, de mi propio poder; flexible a los aprendizajes y a los cambios. Descubrir el equilibro entre la ambición y la deriva, no como una virtud humana, sino como una condición de clase y de género. Que el exceso venga por los lados del placer, de la risa, del juego, de la creatividad, del respeto por los otros, de la lucha inconforme. Espero poder ser un hombre más tolerante e íntimamente libertario de lo que ya fui. Sí, sigo creyendo que renunciar a determinados privilegios y marcas objetivas y subjetivas de clase social (y de estas maneras de ser hombre y de ser “blanco” y de ser adulto) le hace bien al estómago, suaviza la piel y endulza las noches de sueño. Y las de amor también.

2 comentarios:

LuisGa dijo...

Y la sociedad nos mira por encima del hombro. Nos pide que justifiquemos el no querer traer hijos a este mundo que vemos tan lleno de mierda. Nos exige que compremos carro, como símbolo de éxito. Nos propone que tengamos un smartphone para que seamos personas.
Ese mundo y su moral es el que está equivocado, solo en la solidaridad que nace entre los que luchan por un mundo mejor (libre, placentero, tolerante, creativo, amoroso...) hay algo de bien. No creo que la solución esté en los totalitarismos de derecha o de "izquierda". Creo que la solución no ha sido creada y que cuando sea creada, será acallada por los poderosos.
Creo en el amor, creo en la risa, creo en el pensamiento crítico, pienso en el camino de la solidaridad... creo en los amigos; creo en ustedes.

J.A.V.I.E.R. dijo...

Wow, qué buen ejercicio de sinceridad. No podría estar más de acuerdo en todo. A lo mejor vamos por buen camino, a lo mejor vamos es por mal camino, pero lo cierto es que vamos juntos y eso de alguna manera aliviana las cargas... Cuente conmigo, yo ya bajé un estrato social.