…entonces me acuerdo de una escena. Una noche de marzo (¿?) de 2000, cuando en Colombia se hablaba de la posibilidad de despejar una parte del territorio del sur de Bolívar para construir un laboratorio de paz con el ELN. Es el parque principal de San Pablo, sur de Bolívar. Somos practicantes del Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio y comemos perro caliente en un puestito en el que, además, podíamos ver televisión. Yo terminaba mi carrera de Comunicación Social.
Hay un camión de RCN Televisión con la antena lista para transmitir en vivo. Un camión que tuvo que atravesar en ferry el Magdalena. Hay una cámara y una luz potente que miran hacia la calle frente a nosotros, despejada a propósito unos minutos antes. Entonces una camioneta roja se estaciona al lado del camión y de ella se bajan un hombre y una mujer. Caminan hasta el periodista, se saludan y después de una breve conversación el hombre se instala al lado de la cámara. Atrás de ella, además del camarógrafo, el productor y algún asistente, están cerca de 100 habitantes de San Pablo, observando curiosos. Estamos nosotros, el carrito de perros calientes y la televisión, en la que Jorge Alfredo Vargas anuncia la transmisión.
De repente, una visión mágica, en la pantalla vemos lo que el ojo izquierdo nos mostró dos segundos antes. Pero en las millones de televisiones colombianas sólo están el periodista, la mujer y una calle polvorienta y vacía. Dice él que, como ustedes pueden apreciar, nadie transita a estas horas de la noche por miedo al despeje. Se oyen, en el oído izquierdo, algunas risitas. El hombre que conducía la camioneta roja continúa atento. Entonces el periodista anuncia que una pobladora valiente va a contar lo que piensa la gente de San Pablo. Ella habla en nombre de sus paisanos: no queremos despeje, no queremos al ELN, tenemos mucho miedo de represalias, tememos por nuestra seguridad. Finalmente, el periodista confirma las palabras de la mujer y se despide. Tal vez se dijo algo más, no lo recuerdo.
Mientras el grupo que asistía al espectáculo se disuelve y distribuye por el parque o camina a casa, el periodista, la mujer y el hombre se desean las buenas noches y estos últimos se van raudos. Entonces miro a mi amigo y le pregunto, quizá apenas con la mirada, si no es esa una de las camionetas reconocidamente paramilitares. Si no es ese uno de los vehículos con los que los paramilitares que controlan el municipio y que organizan la marcha contra el despeje usan para sus rondas de vigilancia. Si no era aquel hombre uno de los lugartenientes del comandante local. Sí, responde él con un mordisco medio rabioso a su perro caliente sin cebolla.
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Roberto Bolaño, en su conferencia Los Mitos de Tchulhu nos recuerda con sangre que la legibilidad y la amenidad no son responsabilidades de la literatura. Ensalzar a un autor porque lo que escribe es ameno y legible es asesinar la intensidad posible de nuestro propio deseo. Es entender. Como si la literatura se hiciera para ser entendida, como las cartillas de prevención del SIDA, los vallenatos llorones o las novelas de televisión. Suicídame, de Andrés Arias, el bueno, como decimos para diferenciarlo del nefasto criminalcito católico de ojos claros y piel suave que fue ministro de agricultura durante el gobierno de su papá, es una novela amena y legible. Más legible que amena, en realidad, después que uno, de tan legible que ella es, la lee rápido en un domingo soleado. Y luego llueve. Ser legible no es su condición más importante.
Legible y ameno puede ser cualquiera que más o menos escriba bien y sepa más o menos contar buenos chistes. De amenidades están llenas las librerías de aeropuerto y las revistas de mesita de té; de cuentos y crónicas “divertidas”, “sin pretensiones”, que nos hablan del atrofiado ombligo del autor. Pop, era la palabra en los tiempos de María Mercedes Carranza, que, sin embargo, nos arañaba el estómago con sus mujeres que en solitario se devoraban excesivas, con sus pequeñas y confusas torturas del país cotidiano. No hay que leer a Piedad Bonett, no, para qué, ni las sonrisas blenorrágicas de Silva. A él llevémoslo de nuevo, como a María Mercedes, al disparo en el corazón. Literatura exitosa es aquella que vende, que se lee en una sentada (entendiendo!), y que nos ayudan a ser mejores personas, a ganar más dinero, a elevar nuestra autoestima y el lucro de las editoriales… ¡Cómo le hubiera caído de bien a José Asunción un librito que le enseñara en 6 pasos a administrar los negocios de su padre!
Y, sin duda, Andrés no sólo sabe escribir más o menos bien: escribe muy bien. Escribe claro, fuerte cuando hay que ser fuerte y con serena humildad cuando sus personajes o los avatares de la historia se lo exigen. Escribe con oficio de años, con formación y estudio, con la autocrítica de quien sabe leer y no busca amabilidad y legibilidad en la literatura. Y, para quienes tenemos la fortuna de conocerlo en proceso de emborrachamiento, Andrés no sólo cuenta buenos chistes, sino cruentas perversiones y dulces fracasos. Andrés no es exitoso y, si se lleva en serio, tal vez nunca lo sea. Andrés sabe escuchar, salir de sí y preguntar: fórmula eficaz para garantizar el fracaso, diría el vecino Luis Gabriel. Es la condición de un buen periodista, diríamos los que nos negamos a serlo. O la de un buen escritor, porque ser periodista en Colombia es también el riesgo que Andrés asume.
Periodistas o escritores, ¡vaya plan de vida que nos ganamos! Hoy, que todo se conjuga con la insoportable publicidad, la auto-ayuda, la vida larga y la piel limpia. Escritores o periodistas: por lo menos de la primera nadie realmente espera enriquecerse, ya de la segunda… (Bueno, sí, en ambos casos los dueños se enriquecen bastante). Cuántos “profesionales de la comunicación” tenemos que ver dejando en nuestras casas los muertos sin decirnos que están muertos, que llevan siglos muertos, que fueron terriblemente asesinados, que las cabezas las cosieron ellos propios para no perderlas pero que no pueden garantizar que corresponden a los cuerpos, que no averiguaron el nombre, ni la razón de la muerte, ni la escena del dolor y que sólo dirán el nombre del asesino a quien le pague mejor. Ser periodista es el riesgo que Andrés, me parece, tendrá que administrar (¿o eliminar?) en los años venideros, pues aquí, como él propio nos lo enseña, no hay más espacio para Margaritas Carrillos§, apenas para hijos tarados de García Márquez… o denunciantes amenazados.
Precisamente es el periodismo colombiano el tema de la novela que hace de Andrés, como él dice, disque escritor. Y lo hace. El periodismo en esta patria de fuentes únicas y oficiales, el periodismo nowhere, y su juego truculento con la verdad, su mundito de masculinidades tecnosóficas, el desprecio absoluto por la diferencia que con tanto éxito ha ido aprendiendo, su alianza sagaz con la publicidad y su congénita fascinación por el Poder. Ese Poder soberano, ese Poder en mayúsculas, que manda sobre la muerte e intenta gerenciar la vida, como nos enseñó el buen, gay y atormentado Foucault. Ese Poder que paga los salarios miserables o suculentos de los reproductores de comunicados de prensa.
Ay, Andrés, Andrés, en la que te hubieras metido si la literatura no te hubiera dado un segundo chance; si no te hubiera salvado la ficción, la mirada desconfiante, la sospecha sobre ti mismo y tu profesión. Hubieras quizá, terminado como Margarita, tu protagonista, tan valientita, tan honesta, tan intrigante, siempre en busca de la verdad. Con esa terrible mezcla de coraje, avaricia e ingenuidad que tanto nos comanda cuando comenzamos nuestras carreras, cuando descubrimos el mundo y el poder de nuestras palabras. Con esa arrogancia que sólo produce encontrar la tal de la verdad. Esa necesidad de aparecer en Soho, en Semana, en El malpensante, de escuchar que los de la mesa de al lado (gente de bien, sea eso lo que signifique en cada caso) citan nuestros nombres y elogian risueños nuestros derrames cerebrales. Esa imposibilidad de matar definitivamente a Dios. Hubieras terminado, decía, como Margarita, torturado, desaparecido, asesinado o, como varios amigos nuestros, exiliado. Pero se engaña uno si piensa que ese es el peor riesgo del periodismo en estas tierras. Lo peor es Robledo, como lo dejas claro en tu novela. Ser Robledo.
Robledo, el periodista mayor, el famoso y vanagloriado, simplemente, asesina a Margarita. Y lo hace porque es con la única con la que puede ejercer libremente un profundo deseo de soberanía. Ella cruzó la frontera, probó la manzana, se acercó a su espejo para verse también: y no era nadie. Margarita la traidora. Su artículo, que denunciaba las atrocidades cometidas por el hijo del presidente reelecto, no tuvo ningún efecto en las verdades nacionales. Es más, podría no haber salido al aire, podría nadie haberlo leído si el destino hubiera sido un poco más negro. Pero igual desapareció y al narrador, un viejo periodista que buscó ser seducido por las deliciosas promesas de la juventud militante de la verdad, como años atrás lo fue por la comodidad del silencio, del matrimonio y del salario cierto, lo condenó Robledo al destierro. Robledo, y no el presidente. Robledo, el periodista que todos conocemos cuando prendemos la televisión o miramos la banderita de directores de las revistas “más influyentes”. El que dice nunca usar un arma ni involucrarse en la guerra. Robledo y no el presidente de la motosierra.
Como se puede ver, de ameno aquí no queda nada. La trampa de Andrés es muy bien tejida. Quien escribe la historia es periodista, no escritor, a diferencia de Andrés. Tras la amenidad periodística del lenguaje, entonces, se esconde una trampa. No confíes en las palabras, repetirá el poeta hasta el cansancio, pero uno hace un gesto y orondo se va. Imagino que es imposible salir entero de la lectura, no perder una pierna o alguna verdad. No recordar los muertos bajando el río ni las benevolencias mediáticas, no recordar las mansiones de aquel que antes, antes en otra vida, nos recordó -como sólo la literatura podría hacerlo- las masacres de las bananeras. Uno no puede terminar de leer Suicídame y no sentirse tan sólo un poco mal con las propias ingenuidades y avaricias. Tan sólo un poco, porque, no exageremos ni perdamos la proporción, quien debería pedir mil veces perdón no somos nosotros, sino los que aún llevan en las manos las últimas deyecciones de sus víctimas. No nos salva el periodismo, no nos salva la literatura, no nos salva la verdad. Pero esta noche es necesario dormir.
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